HISTORIAS DE VIDA / recorremos el segundo viaje del Che por Latinoamérica junto a su amigo “Calica” Ferrer
Los pasos detrás de la revolución
Conversar con Carlos “Calica” Ferrer significa adentrarse en la historia de Ernesto Guevara antes de que se convirtiera en un personaje crucial del siglo pasado. Amigos desde los cuatro años, crecieron juntos en Alta Gracia, Córdoba y más tarde empujados por el espíritu inquieto del Che salieron a explorar juntos Latinoamérica. Aquí, junto a su entrañable amigo, escarbamos en las huellas de aquel viaje que despertó la sed revolucionaria del futuro Comandante.
por Juan Manuel Giráldez
“Llegó barco bananero. Me embarco con ‘Gualo’ García”. Cuando Carlos Ferrer leyó estas palabras en el telegrama que le envió su amigo Ernesto Guevara, supo que la aventura llegaba a su fin. Se habían separado en Guayaquil cuando a Ferrer lo invitaron a jugar al fútbol para un equipo de Quito. El Che, en cambio, decidió esperar. Lo seducía el calor revolucionario que envolvía a Guatemala bajo el gobierno de Jacobo Arbenz y no dudó en subirse a un barco que lo depositaría en Panamá. Entonces, Carlos Ferrer pudo palpar la soledad. Comprendió que de ahí en más, ya no serían cómplices de esas errantes andanzas que comenzaron una fría tarde de julio de 1953.
Caminando a la deriva
Ahí estaban los dos, como sapos de otro pozo, en un vagón de segunda del tren General Belgrano entreverados con indígenas que regresaban a sus tierras. Ernesto Guevara con una valija atiborrada de libros y 6.900 pesos. Su amigo, había llenado su equipaje con ropa y logrado juntar unos 7.100 pesos. Era un escaso capital pero debían subsistir todo el viaje. No tenían una hoja de ruta estricta pero pretendían llegar a Venezuela para encontrarse con Alberto Granado, su amigo en común. El Che apuntó en su diario, Otra vez, una definición filosófica: “dos voluntades dispersas extendiéndose por América sin saber precisamente qué buscan ni cuál es el norte”.
El primer destino del viaje, no los recibió como ellos deseaban. Cruzaron a Villazón, la frontera del lado boliviano, cuando un intenso ataque de asma del Che inauguró la estadía fuera del país. Las imágenes todavía se dibujan con una claridad inalterable en la memoria de Ferrer: “Pensé que se moría. Tuve que arrastrarlo hasta una pensión y me acuerdo que cuando reaccionó en vez de preguntarle cómo estaba, le decía ´¡Cómo me haces esto, cómo no me avisaste lo que tengo que hacer en un caso así!´”. Esperaron un día hasta que el ataque amainó. Luego Calica compró dos boletos de tren a La Paz en primera clase, lo que generó la desaprobación del Che: consideraba un privilegio mayúsculo viajar en esa comodidad.
La capital boliviana estaba convulsionada. El Movimiento Nacional Revolucionario había llegado al poder ese año y los dos viajeros ansiaban expectantes caminar las entrañas de una ciudad que olía a esperanza. Nacionalización de las minas, reforma agraria, disolución del Ejército: el mundo parecía darse vuelta.
En medio de la ebullición, Ferrer y Guevara conocieron El Gallo de Oro, “una boite muy importante donde iban los embajadores de todos los países, ahí se cocinaban los asuntos políticos. Conocimos el mundo aristocrático de La Paz”, detalla Calica Ferrer mientras su mirada revela cierta fascinación por aquel ambiente. El Che, por su parte, participaba de las discusiones políticas y exponía que la revolución debía avanzar hasta sus últimas consecuencias. Pero con el tiempo, el movimiento comenzó a exhibir sus flaquezas. Cuando fueron invitados al Ministerio de Asuntos Indígenas observaron desconcertados cómo espolvoreaban con DDT a las delegaciones de pueblos originarios para quitarles los piojos. Era un trato que no se condecía con la revolución. “Al final Ernesto la llamó la revolución del DDT”, clarifica Ferrer la posición de su amigo.
Deslumbrados con la energía que desprendían los cuerpos de los mineros y cautivados por la arquitectura colonial, dieron vueltas por La Paz durante casi un mes. Hasta hubo tiempo para que cada uno disfrutara de un fugaz romance. El amorío del Che fue tan irónico como lo era su humor: se trataba de la hija de una familia aristocrática, propietaria de extensas tierras y opositores a la revolución. Ferrer aún evoca cómo a su amigo le gustaba discutir de política con ella.
Como si estuvieran aferrados a estas tierras desde siempre, resultó difícil partir hacia el próximo destino. Arribaron a Copacabana y de ahí fueron a la Isla del Sol. Subieron a un precario bote para visitar unas ruinas incas con un guía que no hablaba castellano cuando una tormenta los engulló. Ferrer retrata la escena minuciosamente: “Empezamos a remar y el lanchero se tiró en la proa pensando que se moría, le rezaba un rato a la Pachamama, y otro a Dios. Ernesto, una tranquilidad pasmosa. Recuerdo que, resignado, yo me empiezo a sacar la botas y Ernesto me dice: ` ¿Para qué te sacas las botas?´ Y le digo: `Para tirarme al agua´. A lo que me respondió: `En dos minutos te quedas helado si te tirás´. Tenía razón, así que me puse las botas y por suerte vimos unas lucecitas y logramos llegar a la costa.” Cincuenta y cuatro años después Calica volvió al mismo lugar y logró reencontrarse con aquel guía que lucía la piel más curtida pero atesoraba el recuerdo intacto de la anécdota.
El cuadro cambió drásticamente cuando pasaron a Perú. El vagar sin rumbo poco cabía en la dictadura de Oldría. Ni bien cruzaron la frontera, le quitaron al Che toda la literatura que cargaba al ser “calificada de Roja, roja, roja, en acento exclamativo y recriminatorio”, tal como él mismo redactó en su diario.
Cusco y Machu Picchu volvieron a conmover al Che como en su primer viaje. Cuanto más se imbuía de la historia de la civilización inca, brotaba en él un furibundo antiimperialismo que sería inagotable. Lo que se extinguía, en cambio, era el dinero y comenzaban a desnudarse pequeñas diferencias producto de sus personalidades. Ferrer lo describe mediante una situación: “Cuando llegamos a Cusco teníamos poco para gastar y Ernesto me dijo: ‘Me voy a comer, no se que querés hacer vos’. Yo estaba pendiente de la ropa pero a Ernesto eso le importaba un pito. Entonces me bañé en unos baños públicos pero cuando salí tenía un hambre espantoso y lo encuentro a él comiendo en un bolichón. No dije nada hasta que me miró y me dijo: ‘Vení sentate, vamos a compartir. Viste, pelotudo, que es más importante comer que bañarse”.
Tardaron varios días en conseguir un transporte que los empujara hasta Lima. Mataron la espera yendo a un espiritista. El Che reseñó en su diario: “El tipo dio unos informes raros sobre unas luces que vio en nosotros. Se refirió a la luz verde de la simpatía y el egoísmo en Calica y la verde oscuro de la adaptabilidad en mí”. Ambos se reían pero sabían que algo de verdad albergaban sus palabras.
En Lima comprendieron que estaban bajo una dictadura. Estuvieron detenidos una noche: la policía buscaba a un argentino que se había fugado con su hija peruana. La historia no sonaba creíble, temieron que su relación con Pesce, el médico comunista que el Che había conocido en su viaje anterior, los hubiera sentenciado. Pero afortunadamente aquel fue el único inconveniente. La mayor parte del tiempo la ocuparon las visitas al leprocomio de Pesce. Ferrer recuerda con nostalgia las conversaciones sobre fútbol y cine que tenían con los enfermos. Pero lo más rescatable era sin duda el mutuo afecto entre el Che y los pacientes. “Para ellos era un dios”, resume Ferrer y resalta que sólo su amigo se animaba a tocar y abrazar a los enfermos.
Desencuentros y revolución
Tras una despedida emotiva aunque poco exteriorizada con los pacientes, subieron por la costa hasta llegar a Guayaquil en Ecuador.
Allí se incorporó a la travesía, un viejo conocido de ambos: Ricardo Rojo, el abogado que conocieron en La Paz y se cruzaron en Lima. Rojo, a su vez estaba con otros tres estudiantes argentinos: Eduardo “Gualo” García, Andro Herrero y Oscar Valdovinos.
El calor era implacable y el aburrimiento impregnaba el aire de la ciudad portuaria. Nuevamente los intereses disímiles de Calica y el Che emergían en la cotidianeidad. El primero prefería recorrer el puerto y sus puestitos junto a García y Herrero. El Che, junto a Valdovinos y Rojo optaban por inmiscuirse en ambientes políticos y literarios, y así conocieron numerosos dirigentes comunistas y varios poetas.
La calma prevalecía hasta que alguien sugirió ir a Guatemala donde había un gobierno revolucionario. Todos aceptaron. Rojo y Valdovinos fueron los primeros en embarcarse hasta Panamá. El resto, dejó pasar un tiempo. En esa espera fue que Ferrer, tras haber sido invitado, decidió ir a jugar al fútbol profesionalmente en Quito. El Che se quedó en Guayaquil esperando otro barco. La despedida entre ambos fue breve, pensaban volver a verse. Pero cuando Ferrer se enteró que su amigo seguía hasta Panamá la noticia lo desplomó. “Quedé solo y entonces el viaje ya era otra cosa, sentía que me faltaba el ladero, así que cambié mis planes, crucé por Colombia y llegué hasta Venezuela”, expresa en un frágil tono de voz que esconde algún arrepentimiento. “Es una cosa que me quedó pendiente, me hubiese gustado estar en El Granma, hubiese ido toda la vida”, reflexiona hoy cuando se le pregunta si se lamenta no haber seguido el viaje con su amigo. Desde su óptica, el Che analizó la separación en una carta que envió al hermano de Ferrer: “Hubiese sido una boludez de Calica venir para estos pagos donde cada mango hay que buscarlo con la lupa, y lo interesante que son los problemas políticos es de una naturaleza que a él le importa un queso”.
Y así, como una efímera exhalación, Ferrer pasó de ser protagonista a espectador de la historia. Jamás volvió a ver al Che. Algún resabio de culpa se asoma en su rostro cuando relata que Guevara lo invitó a Cuba y él no fue. Todavía, el dolor lo rodea cuando mira la foto de su amigo asesinado en Bolivia. Pero más allá de aquello nadie puede quitarle el privilegio de haber compartido un importante pedazo de la vida del Comandante Che Guevara. O como él más prefiere: simplemente, su amigo Ernesto.
Conversar con Carlos “Calica” Ferrer significa adentrarse en la historia de Ernesto Guevara antes de que se convirtiera en un personaje crucial del siglo pasado. Amigos desde los cuatro años, crecieron juntos en Alta Gracia, Córdoba y más tarde empujados por el espíritu inquieto del Che salieron a explorar juntos Latinoamérica. Aquí, junto a su entrañable amigo, escarbamos en las huellas de aquel viaje que despertó la sed revolucionaria del futuro Comandante.
por Juan Manuel Giráldez
“Llegó barco bananero. Me embarco con ‘Gualo’ García”. Cuando Carlos Ferrer leyó estas palabras en el telegrama que le envió su amigo Ernesto Guevara, supo que la aventura llegaba a su fin. Se habían separado en Guayaquil cuando a Ferrer lo invitaron a jugar al fútbol para un equipo de Quito. El Che, en cambio, decidió esperar. Lo seducía el calor revolucionario que envolvía a Guatemala bajo el gobierno de Jacobo Arbenz y no dudó en subirse a un barco que lo depositaría en Panamá. Entonces, Carlos Ferrer pudo palpar la soledad. Comprendió que de ahí en más, ya no serían cómplices de esas errantes andanzas que comenzaron una fría tarde de julio de 1953.
Caminando a la deriva
Ahí estaban los dos, como sapos de otro pozo, en un vagón de segunda del tren General Belgrano entreverados con indígenas que regresaban a sus tierras. Ernesto Guevara con una valija atiborrada de libros y 6.900 pesos. Su amigo, había llenado su equipaje con ropa y logrado juntar unos 7.100 pesos. Era un escaso capital pero debían subsistir todo el viaje. No tenían una hoja de ruta estricta pero pretendían llegar a Venezuela para encontrarse con Alberto Granado, su amigo en común. El Che apuntó en su diario, Otra vez, una definición filosófica: “dos voluntades dispersas extendiéndose por América sin saber precisamente qué buscan ni cuál es el norte”.
El primer destino del viaje, no los recibió como ellos deseaban. Cruzaron a Villazón, la frontera del lado boliviano, cuando un intenso ataque de asma del Che inauguró la estadía fuera del país. Las imágenes todavía se dibujan con una claridad inalterable en la memoria de Ferrer: “Pensé que se moría. Tuve que arrastrarlo hasta una pensión y me acuerdo que cuando reaccionó en vez de preguntarle cómo estaba, le decía ´¡Cómo me haces esto, cómo no me avisaste lo que tengo que hacer en un caso así!´”. Esperaron un día hasta que el ataque amainó. Luego Calica compró dos boletos de tren a La Paz en primera clase, lo que generó la desaprobación del Che: consideraba un privilegio mayúsculo viajar en esa comodidad.
La capital boliviana estaba convulsionada. El Movimiento Nacional Revolucionario había llegado al poder ese año y los dos viajeros ansiaban expectantes caminar las entrañas de una ciudad que olía a esperanza. Nacionalización de las minas, reforma agraria, disolución del Ejército: el mundo parecía darse vuelta.
En medio de la ebullición, Ferrer y Guevara conocieron El Gallo de Oro, “una boite muy importante donde iban los embajadores de todos los países, ahí se cocinaban los asuntos políticos. Conocimos el mundo aristocrático de La Paz”, detalla Calica Ferrer mientras su mirada revela cierta fascinación por aquel ambiente. El Che, por su parte, participaba de las discusiones políticas y exponía que la revolución debía avanzar hasta sus últimas consecuencias. Pero con el tiempo, el movimiento comenzó a exhibir sus flaquezas. Cuando fueron invitados al Ministerio de Asuntos Indígenas observaron desconcertados cómo espolvoreaban con DDT a las delegaciones de pueblos originarios para quitarles los piojos. Era un trato que no se condecía con la revolución. “Al final Ernesto la llamó la revolución del DDT”, clarifica Ferrer la posición de su amigo.
Deslumbrados con la energía que desprendían los cuerpos de los mineros y cautivados por la arquitectura colonial, dieron vueltas por La Paz durante casi un mes. Hasta hubo tiempo para que cada uno disfrutara de un fugaz romance. El amorío del Che fue tan irónico como lo era su humor: se trataba de la hija de una familia aristocrática, propietaria de extensas tierras y opositores a la revolución. Ferrer aún evoca cómo a su amigo le gustaba discutir de política con ella.
Como si estuvieran aferrados a estas tierras desde siempre, resultó difícil partir hacia el próximo destino. Arribaron a Copacabana y de ahí fueron a la Isla del Sol. Subieron a un precario bote para visitar unas ruinas incas con un guía que no hablaba castellano cuando una tormenta los engulló. Ferrer retrata la escena minuciosamente: “Empezamos a remar y el lanchero se tiró en la proa pensando que se moría, le rezaba un rato a la Pachamama, y otro a Dios. Ernesto, una tranquilidad pasmosa. Recuerdo que, resignado, yo me empiezo a sacar la botas y Ernesto me dice: ` ¿Para qué te sacas las botas?´ Y le digo: `Para tirarme al agua´. A lo que me respondió: `En dos minutos te quedas helado si te tirás´. Tenía razón, así que me puse las botas y por suerte vimos unas lucecitas y logramos llegar a la costa.” Cincuenta y cuatro años después Calica volvió al mismo lugar y logró reencontrarse con aquel guía que lucía la piel más curtida pero atesoraba el recuerdo intacto de la anécdota.
El cuadro cambió drásticamente cuando pasaron a Perú. El vagar sin rumbo poco cabía en la dictadura de Oldría. Ni bien cruzaron la frontera, le quitaron al Che toda la literatura que cargaba al ser “calificada de Roja, roja, roja, en acento exclamativo y recriminatorio”, tal como él mismo redactó en su diario.
Cusco y Machu Picchu volvieron a conmover al Che como en su primer viaje. Cuanto más se imbuía de la historia de la civilización inca, brotaba en él un furibundo antiimperialismo que sería inagotable. Lo que se extinguía, en cambio, era el dinero y comenzaban a desnudarse pequeñas diferencias producto de sus personalidades. Ferrer lo describe mediante una situación: “Cuando llegamos a Cusco teníamos poco para gastar y Ernesto me dijo: ‘Me voy a comer, no se que querés hacer vos’. Yo estaba pendiente de la ropa pero a Ernesto eso le importaba un pito. Entonces me bañé en unos baños públicos pero cuando salí tenía un hambre espantoso y lo encuentro a él comiendo en un bolichón. No dije nada hasta que me miró y me dijo: ‘Vení sentate, vamos a compartir. Viste, pelotudo, que es más importante comer que bañarse”.
Tardaron varios días en conseguir un transporte que los empujara hasta Lima. Mataron la espera yendo a un espiritista. El Che reseñó en su diario: “El tipo dio unos informes raros sobre unas luces que vio en nosotros. Se refirió a la luz verde de la simpatía y el egoísmo en Calica y la verde oscuro de la adaptabilidad en mí”. Ambos se reían pero sabían que algo de verdad albergaban sus palabras.
En Lima comprendieron que estaban bajo una dictadura. Estuvieron detenidos una noche: la policía buscaba a un argentino que se había fugado con su hija peruana. La historia no sonaba creíble, temieron que su relación con Pesce, el médico comunista que el Che había conocido en su viaje anterior, los hubiera sentenciado. Pero afortunadamente aquel fue el único inconveniente. La mayor parte del tiempo la ocuparon las visitas al leprocomio de Pesce. Ferrer recuerda con nostalgia las conversaciones sobre fútbol y cine que tenían con los enfermos. Pero lo más rescatable era sin duda el mutuo afecto entre el Che y los pacientes. “Para ellos era un dios”, resume Ferrer y resalta que sólo su amigo se animaba a tocar y abrazar a los enfermos.
Desencuentros y revolución
Tras una despedida emotiva aunque poco exteriorizada con los pacientes, subieron por la costa hasta llegar a Guayaquil en Ecuador.
Allí se incorporó a la travesía, un viejo conocido de ambos: Ricardo Rojo, el abogado que conocieron en La Paz y se cruzaron en Lima. Rojo, a su vez estaba con otros tres estudiantes argentinos: Eduardo “Gualo” García, Andro Herrero y Oscar Valdovinos.
El calor era implacable y el aburrimiento impregnaba el aire de la ciudad portuaria. Nuevamente los intereses disímiles de Calica y el Che emergían en la cotidianeidad. El primero prefería recorrer el puerto y sus puestitos junto a García y Herrero. El Che, junto a Valdovinos y Rojo optaban por inmiscuirse en ambientes políticos y literarios, y así conocieron numerosos dirigentes comunistas y varios poetas.
La calma prevalecía hasta que alguien sugirió ir a Guatemala donde había un gobierno revolucionario. Todos aceptaron. Rojo y Valdovinos fueron los primeros en embarcarse hasta Panamá. El resto, dejó pasar un tiempo. En esa espera fue que Ferrer, tras haber sido invitado, decidió ir a jugar al fútbol profesionalmente en Quito. El Che se quedó en Guayaquil esperando otro barco. La despedida entre ambos fue breve, pensaban volver a verse. Pero cuando Ferrer se enteró que su amigo seguía hasta Panamá la noticia lo desplomó. “Quedé solo y entonces el viaje ya era otra cosa, sentía que me faltaba el ladero, así que cambié mis planes, crucé por Colombia y llegué hasta Venezuela”, expresa en un frágil tono de voz que esconde algún arrepentimiento. “Es una cosa que me quedó pendiente, me hubiese gustado estar en El Granma, hubiese ido toda la vida”, reflexiona hoy cuando se le pregunta si se lamenta no haber seguido el viaje con su amigo. Desde su óptica, el Che analizó la separación en una carta que envió al hermano de Ferrer: “Hubiese sido una boludez de Calica venir para estos pagos donde cada mango hay que buscarlo con la lupa, y lo interesante que son los problemas políticos es de una naturaleza que a él le importa un queso”.
Y así, como una efímera exhalación, Ferrer pasó de ser protagonista a espectador de la historia. Jamás volvió a ver al Che. Algún resabio de culpa se asoma en su rostro cuando relata que Guevara lo invitó a Cuba y él no fue. Todavía, el dolor lo rodea cuando mira la foto de su amigo asesinado en Bolivia. Pero más allá de aquello nadie puede quitarle el privilegio de haber compartido un importante pedazo de la vida del Comandante Che Guevara. O como él más prefiere: simplemente, su amigo Ernesto.
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