LA SIGUIENTE HISTORIA ESTÁ BASADA EN HECHOS REALES

Por Juan Pablo Manente

Esa mañana, como tantas otras, Fernando se deslizó desde su casa hacía el andén de la estación San Andrés del ex-ferrocarril Mitre. Era agosto, el frío enrojecía la piel, y para colmo había olvidado sus guantes. El tren debía llegar a las nueve en punto, pero como siempre se retrasó. La plataforma se encontraba inundada de gente.
Al arribar el gusano metálico, exactamen
te a las nueve y veinticinco, todos se preparaban, era un ritual, se miraban con desprecio, colocaban sus billeteras en los bolsillos delanteros, amarraban bien fuerte sus bolsos, sabían muy bien lo que estaba por acontecer. Al estacionar, se abrieron las puertas, en grupos de a veinte se esforzaban por entrar primero. Fernando estaba listo, nada importaba. Los que querían bajar empujaban a los que querían subir, los chicos y los ancianos eran lo de menos, ellos ya estaban perdidos.
-¡Más despacio enferma! -gritó un joven a una señora de un extraño peinado.
-¡Calláte la boca pendejo hijo de una gran puta! -exclamó la mujer.
Después de cinco minutos y fallidos intentos, las puertas lograron cerrarse. Un señor de traje se empeñaba en leer el diario, pero el matutino chocaba de lleno contra la nariz de un hombre que se esforzaba por respirar.
El tren llegó a la estación San Martín, y acá sí que la cosa se puso seria. Un pelirrojo, con miles de pecas en el rostro, pretendió a fuerza de golpes subir con su bicicleta al furgón.
-¡A ver si me dejan pasar la concha de su hermana!, soltó con aire de rebelde.
De inmediato, dos guardias corpulentos se acercaron, lo sujetaron de los hombros,
y lo arrojaron contra una de las boleterías.
-¡La próxima vez fosforito, vas a parar a la comisaría, ¿entendiste?
Luego del incidente, las puertas volvieron a juntarse.
Fernando abrió bien los ojos y observó unas largas piernas que terminaban en un trasero vigoroso. Mientras recorría el bello paisaje, una mano, entre las miles que había, acarició suavemente aquellas curvas.
-¡Ey negro de mierda, que carajo estás haciendo! -dijo la joven, que trataba de darse vuelta para divisar al culpable.
-¡Pero que te pasa pelotuda, no ves que estamos todos apretados, qué te voy a tocar el culo, si ni
me puedo mover!.
-¡Sos un pajero!
-Uy, pero mirá esta mal cojida... ¿te vino la menstruación qué estás tan nerviosa?
-¿Nadie va a defender a la señorita?, parece que no quedan más caballeros -se enojó una mujer que presionaba involuntariamente su rostro contra una de las ventanas.
-No se preocupe señora, yo me puedo defender sola.
- Se dan cuenta que nos peleamos entre nosotros, cuando la culpa la tiene est
a empresa de mierda que nunca cumple con los horarios y que pone cuatro vagones para un millón de personas –razonó un escultural y atlético señor que estaba sentado en el asiento reservado para los discapacitados y embarazadas.
-¡Hay que prender fuego todo! -soltó el ciego que estaba parado al lado del señor.
-En realidad la culpa la tiene el hijo de re mil putas de Carlos Menem que privatizó todo, incluido los ferrocarriles, pero claro, cuando lo hizo nadie dijo nada, todos se callaron la boca, ahora jódanse –explicó un viejo.
-¡Pero cerrá el orto zurdo de mierda!
-¡Andá a comprarte una licuadora infeliz!
La formación arribó a Retiro a las diez y media. Cientos de personas se desprendieron de los vagones con la misma rapidez que un sueldo de clase media se desprende de los bolsillos.
Fernando llegaba otra vez tarde a su trabajo, pero en realidad no importaba, él estaba ahí de paso, era un medio para ahorrar plata e irse de viaje, escapar a algún lugar encantador en donde no exista el ruido ensordecedor de las bocinas, ni el “la próxima que llegás a esta hora te despido”, ni chocar de frente con alguien sin pedir disculpas. Buscaba un sitio en el que el tiempo fuera infinito y que se encontrara a años luz de la nula sensualidad que emana la ciudad en horas de oficina.

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