BAILANDO EN EL PARAISO

Por Tamara Alvarez Brasil

En cierto punto, las fronteras son simples líneas consensuadas en una mesa de negociaciones y dibujadas sobre un mapa de papel. Ante los ojos, geográfica y culturalmente están anuladas. Son un espacio mezclado de imposible definición lineal. Dos puentes, dos carteles, una pequeña oficina de cada lado: esa es la frontera entre La Quiaca y Villazón, de un lado Argentina del otro Bolivia.

El tiempo se detiene, las agujas de los relojes toman otro ritmo, todo parece funcionar en distinta sintonía. Algo así como un universo paralelo en el que las corridas y los apuros dejan de existir, o por lo menos dejan de hacerlo para el viajero. Los habitantes de estas tierras no detienen su marcha ni su paso corto y veloz, independientemente de las grandes cargas que llevan sobre sus espaldas. Pareciera que las personas en este lugar nacen con una manta dispuesta para atarse a sus espaldas y cargar cosas: alimentos, cajas, ropa, bebés y niños ya entrados en kilos. Las mujeres se muestran como las especialistas en este tipo de transporte, cualquiera sea la edad que tengan.
Al mismo
tiempo que las piernas son puestas a prueba acerca de su estado físico, el corazón quiere salirse del pecho y late enloquecido por hacerlo. La altura hace estragos en los cuerpos poco acostumbrados al escaso oxígeno de estas latitudes y las hojas de coca se convierten en el elemento indispensable para combatir dolores de cabeza y mareos.
Las rutas hacia el altiplano boliviano se despliegan desde Villazón en un sinfín de vueltas, entre precipicios y paredes rocosas, montañas que rozan las nubes a miles de metros de altura, mesetas de arenas claras, valles de pastizales secos; refugio de llamas, cabras y alguna que otra vaca flaca. Todo dispuesto en una sucesión de paisajes que se abren paso delante de los micros con evidentes buenos amortiguadores. No son caminos fáciles de recorrer y menos con lluvias, características de la primavera y el verano; cuando el ripio de las rutas se convierte en barro y los ríos secos en afluentes de aguas marrones que bajan con furia y ruido desde las alturas.
Unir dos lugares cualquiera en Bolivia, por más cercanos que parezcan en el mapa, requiere d
e varias horas. Nunca menos de seis o siete, con tiempo y viento a favor. Es cuestión imprescindible para cada viaje proveerse de comida. Las opciones son variadas: vendedores que suben a los colectivos y ofrecen un amplio menú ambulante asiento por asiento o la decisión de bajar, para elegir de las palanganas y ollas gigantes las mezclas de granos de choclos, salsas picantes, arroz y algún pedazo de carne de algún animal indefinible, todo eso junto en una bolsita en la que se mezcla aún más. Una tercera opción implica poner a prueba las aptitudes físicas personales y volcarse por las ventanas de colectivo cuando las cholas se acercan ofreciendo sus productos.

Esplendores apagados
Cuando el viaje parece interminable después de tantas horas y el paisaje repetitivo
y hasta tedioso, delante de los ojos se despliega la ciudad de Potosí. Construida a los pies del imponente Cerro Rico, el cual supo mantener a la economía española y a la de sus acreedores (toda Europa). Actualmente continúa ahí, erguido a pesar de los miles de agujeros que lo atraviesan. La visita a las minas cooperativas es toda una experiencia, en la que no faltan el traje y el casco de minero. Los cuales son facilitados para ver el duro y exhausto trabajo desde adentro, a cambio de regalos tales como: dinamita (de venta libre en el mercado minero), hojas de coca (para combatir los abatares de la altura, el encierro, el sueño y el hambre), guantes, cigarros sin filtro (combinación casi mortal de tabaco, coca y otras yerbas) y alcohol (de una graduación del 96%). Un pequeño orificio invita (o no tanto) a adentrarse en las entrañas de la montaña. Solo se requieren unos metros para que la oscuridad y el silencio, solamente interrumpido por los estruendos de las detonaciones, lo invadan totalmente. Infinidad de agujeros se despliegan hacia todas las direcciones formando túneles y laberintos apenas visibles a la luz de los cascos; pasajes estrechos, subidas y bajadas. Adentro, en el centro de la tierra hace frío y por momentos se hace difícil respirar: los olores son intensos y nauseabundos, el aire es espeso y polvoriento, el oxígeno escaso y el monóxido de carbono abundante. Volver al mundo exterior se convierte, literalmente, en un nacimiento. En una salida a la luz, donde los ojos se molestan por el resplandor del cielo nublado de afuera.
Al pie del Cerro Rico se despliega la ciud
ad con sus calles zigzagueantes construidas para frenar los fuertes y fríos vientos de los casi 4100 metros de altura. Sus casas coloniales, con patios con fuentes y escaleras, balcones, altas puertas de madera maciza, veredas angostas y calles empedradas: un viaje al pasado esplendoroso de una ciudad que fue la más rica de América Latina y hoy es una de las más pobres de Bolivia.


Por las alturas de La Paz

Desde el Alto se percibe la inmensidad. La ciudad de La Paz se despliega desde el valle hasta lo más alto de las montañas que la circundan, una multitud de techos y paredes naranjas invaden las calles en curvas interminables que continúan las líneas impuestas por las montañas. Detrás se impone el Illimani, de casi 6000 metros de altura, mezclando sus cumbres nevadas con las blancas nubes que se estancan en el valle. Por las noches, las luces se encienden y las laderas parecen un inmenso árbol de navidad.
Desde la Plaza Murillo en el centro administrativo de Bolivia y bajando por el la peatonal Comercio, repleta de puestos ambulantes con una amplia oferta de productos y locales de pollo frito y papas fritas, se encuentra la Plaza de los Héroes. Punto de reunión de multitudes, tanto para actos y fiestas nacionales como para la demostración pública de productos importados. Detrás, el mercado con frutas y verduras de múltiples y brillantes colores; bolsas gigantes con cereales inflados, la oferta de comida resulta por demás excesiva al punto de colmar el apetito con solo verla. A unas tres cuadras, siempre cuesta arriba, se extiende el mercado de hechicería: mezcla de olores extraños que invaden el ambiente. Se pueden encontrar allí desde yuyos varios destinados a múltiples fines, hasta fetos de llamas, sapos embalsamados y estrellas de mar, que responden a creencias ancestrales de llamado de fortuna y buena salud.


El paraíso al alcance de la mano
Escondido entre las montañas aparece desplegando su inmensidad, de un instante a otro El lago Titicaca. Expandiendo a su natural destino: desde los Aimara, Tiwanaku e Incas hasta nuestros días, es considerado fuente de vida y el origen mismo del hombre y de la civilización. De allí surgió el Inti Sol y la Luna. De sus espumas nacieron Manco Cápac y Mama Ocllo, fundadores del imperio Inca. A sus pies resulta imposible no creer que de este lugar haya surgido la vida misma y es prácticamente un hecho caer deslumbrado ante el encanto de sus aguas transparentes de profundidades inmensas. Expandiéndose hasta más allá de lo reconocible por el ojo mismo, en donde el azul intenso se mezcla con el cielo celeste y se desdibujan las islas en el horizonte, los picos de la cordillera sepultados por el agua. A 3.800 metros sobre el nivel del mar, es el lago navegable más alto del mundo y resabio de lo que en algún momento fue un inmenso mar.
Sería caer en un lugar común afirmar que no hay palabras con las que se puede describir semejante belleza que se muestra atrevida y sin tapujos, ante la mirada atónita de los que tienen la posibilidad de rozar sus aguas con la yema de los dedos. Y la sensación inexplicable y compartida de que, si existiera el paraíso seguramente sería un lugar parecido a este o incluso este mismo.


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