CRÓNICA DE VIAJE / por el Amazonas

Encrucijada de voces en el río

por Juan Manuel Giraldez

Mis manos se enrojecían para ajustar el nudo de la hamaca. Repasaba mentalmente la lista de aquellas pequeñas cosas que no podía olvidarme: un bidón de agua, las pastillas contra la malaria, cartas y libros para los momentos de ocio y contemplación que serían demasiados, y un paquete de cigarrillos. Una tibia gota de transpiración rodó por mi frente y cayó sobre mi brazo. Las expectativas crecían en igual proporción que los nervios. Tironeé por última vez de la soga y decidí ir a caminar para combatir la ansiedad que me sofocaba. Faltaban casi dos horas para zarpar y el barco permanecía vacío. Apenas un frágil rayo de sol se adueñaba de uno de los rincones.

Cuando regresé, la serenidad se había extinguido: una infinidad de hamacas encimadas entre sí habían conquistado el lugar. Pendían en anárquicas hileras. No tuve más opción que colgar la mía más arriba por lo que inevitablemente dormiría más cerca del techo que del piso. Mientras los viajeros se instalaban, afuera se despedía gris, el puerto de Tabatinga, ciudad de Brasil que comparte frontera con Leticia en Colombia y Santa Rosa en Perú. Unos perros escuálidos husmeaban en el barro, mientras un hombre descalzo con sus pantalones arremangados exponía una variedad de pescados. Al lado, una mujer de paso cansino cargaba frutas de brillantes colores. De pronto, todo comenzó a hacerse más pequeño hasta que desapareció: el espeso río Amazonas y la selva acapararon el cuadro. Ambos dominarán el mundo durante cuatro días hasta llegar a Manaos.

Desde la cubierta del barco clavé la mirada en el agua, esperando que se asomara algún delfín rosado que el monstruoso manantial no quiso regalarme. Resolví volver hasta mi hamaca y me recosté para comprobar si soportaba mi peso. De a cuotas, lentamente, descendí hasta casi llegar al cuerpo de un escocés que descansaba debajo mío. Evité la colisión con un salto a tiempo. Un joven de una caudalosa barba se acercó y con una simpleza exasperante amarró mi hamaca alumbrando mi impericia para armar nudos. Con él compartiría la mayor parte de mi estadía en el barco. Supe que había nacido en Chile pero vivía en Brasil, estudiaba Teología y se encaminaba a convertirse en sacerdote. Viajaba hacia unas comunidades de ribeiriños, pescadores pobres que viven en la orilla del río en medio de la frondosa e inmensa selva. Una templada indignación se infiltraba en sus palabras cuando se refería a las empresas que la estaban deforestando, explotando ilimitadamente sus recursos en aras de un ominoso progreso. Escuché el grito desaforado de una selva moribunda. “A muchos pobladores las mismas empresas les pagan para callarlos y así destruyen todo”, escupió con una creciente bronca. Entendí que compartíamos una misma visión sobre el mundo a pesar de que nos alejaba su fe en la religión.

Unas horas después de partir, nos detuvimos en un paraje orillero. No sería la única vez. Los barcos que transitan por el Amazonas conectan minúsculos poblados que se esconden en la selva. Además constituyen el único medio para acercar provisiones a estos lugares remotos. Traen consigo carnes, harina, legumbres, arroz y hasta medicinas. También algunos habitantes de estos pagos responden a la llamada de la sirena del barco acercándose para vender frutas y verduras.

El calor expandía su vehemencia y machacaba nuestros cuerpos; los mosquitos se burlaban de cuanto repelente se podía usar así que huí, esquivando hamacas y cuerpos, hacia el comedor para almorzar. Una olla humeante repleta de arroz con pollo seducía a los comensales. Comíamos en grupos de quince personas todos juntos en una mesa larga. Éramos anónimos y una numerosa familia a la vez. En el barco, compartíamos nuestras vidas, se mezclaban experiencias y se escuchaban secretos prohibidos. Nadie juzgaba. Se podía palpar la libertad.

A la noche, la cubierta se disfrazaba de cantina para encender un pasajero pero intenso festejo. Entre gritos y risas, un brasilero ebrio me abrazaba y se esforzaba para hablarme. Sus gestos eran pausados como el andar de la máquina en la que íbamos a bordo. De pronto, se tambaleó y casi caemos al piso. Un colombiano que emanaba ron desde sus fauces, lo rescató y me invitó a jugar cartas. Sus cachetes temblaban al hablar. Me senté con él y otros dos brasileros que hablaban castellano. Me enseñaron un juego que nunca aprendí y después de un rato quedamos solo el colombiano y yo. Se llamaba José y era la décima vez que viajaba en el barco. Se había casado hacía unos meses con una socióloga a la que veía poco por sus viajes. Después de nutrirse con un nuevo vaso de ron reveló que viajaba para investigar nuevas rutas para el tráfico de drogas. Decía que con la época de lluvias el río crecía e inundaba parte de la selva. Entonces las lanchas podían esconderse en la vegetación cuando las persigue la policía. “Te cuento esto porque cuando te bajes del barco no nos vemos más”, admitió. El tiempo se congeló en un silencio insoportable. No supe como sostener la mirada ni fabricar una respuesta. Por un instante quise fugarme pero el misterio sometió a todo lo demás y seguí escuchando. Entonces, contó que uno de sus hermanos estaba preso. El otro había salido de la cárcel recientemente. José estaba cansado, quería parar. Anhelaba encontrar otra vida para su esposa y su hijo recién nacido.

El sonido suave de una calimba me despertó temprano. Se trata de un instrumento que consiste en una pequeña caja de resonancia que posee una fila de teclas de metal que al ser pulsadas producen un delicado sonido. Su dueño era un joven belga espigado que vagaba por el mundo sin una orientación pronosticada. Contaba que le repugnaba la opaca vida de las urbes y decidió, entonces, hacer de su vida un viaje perpetuo: hacía más de quince años que andaba errante por el mundo. Llevaba pocas cosas, una esmirriada mochila era todo su capital. Había que esforzarse para escuchar su voz, su presencia apaciguaba la atmósfera. Viajaba con dos suizos que conoció en Bolivia. Ellos eran dueños de una fábrica de chocolates, él un desposeído vagabundo solitario, y América Latina los había enredado. Mientras los suizos sacaban fotos repetitivamente, él me explicaba que su cámara eran sus ojos; le aterraba interrumpir la fragilidad de cada instante vivido.

Unas nubes grises envolvieron al cielo y el atardecer quedó atrapado entre la lluvia y el sol. El barco aminoró la velocidad hasta que los motores se apagaron. Flotábamos en silencio. El brasilero que me abrazaba la noche anterior, subió a una precaria lancha y se alejó del barco. No se veía ningún asentamiento cerca pero él y su lancha se encaminaban hacia la selva que en un momento los engulló. Los motores del barco volvieron a encenderse. Un chaparrón despidió el día y ahora navegábamos en la oscuridad. Aquella noche no hubo bailes en la cubierta. Un control de la policía naval interceptó el barco y durante casi dos horas se dispusieron a revisar minuciosamente a cada uno de los que viajábamos. Eran solo dos policías aunque sus gritos multiplicaban su presencia. Pedían pasaportes y despertaban abruptamente a todo el que dormía. Pude ver como a uno de los pasajeros le sacaban todo lo que llevaba en su mochila y se lo dejaban tirado, desparramado en el suelo. Tanta hostilidad parecía demasiado. Cuando terminó la inspección, volvió la calma. El suave vaivén de la hamaca hipnotizó los cuerpos y atrajo el sueño a la embarcación.

El cansancio de todo el viaje es ineludible durante el último día. El tramo final arroja el aroma de una despedida singular. Habíamos sido seres extraños en su pura cotidianeidad. Mundos alejados y opuestos se habían unido y ahora volvían a separarse pero mucho más enriquecidos que antes. Algunos esperaban ansiosos el reencuentro con su gente, otros buscaban alcanzar una nueva vida y también estaban aquellos inquietos, ávidos de nuevas andanzas. Afuera comenzaban a dibujarse los edificios de Manaos que yacía encerrada en la selva. El aire hervía y los mosquitos no dosificaban sus ataques.

Los motores se apagaron, esta vez definitivamente. Ahora se abrían nuevas rutas, nacían rumbos dispares por los que deambularán los viajantes que habían confluido por un momento de sus vidas. El barco quedó vacío de nuevo, como al principio. Descansaba en el puerto a la espera de nuevas historias para cobijar en su interior.

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